A finales del siglo XX. El concepto de marca como un nombre y un gráfico situado sobre el producto o junto al servicio, empezaba a no responder eficazmente a los retos que estaban surgiendo en el presente y que anunciaban imponerse en el futuro más cercano.
La fuerza de las empresas se desvía entonces del proceso de producción, de las características innovadoras de los productos o del sistema de distribución, a la capacidad para emitir mensajes y transformarlos en información y conocimiento que, por medio de nuevas tecnologías de la información, llegue a sus públicos y consiga de ellos una respuesta favorable. Por otra parte, el consumidor, ya experimentado y buen conocedor del proceso de compra, toma conciencia de su poder y se vuelve más exigente.
Los valores y creencias tradicionales van perdiendo importancia ante los valores del consumo que son adoptados rápidamente. Lo que antes se conseguía a través del grupo de amigos o la familia, ahora se logra comprando unos pantalones o un reloj, de una marca.
De ahí que toda empresa que desea ser conocida y exitosa en el entorno que la rodea y al mismo tiempo, tomar parte activa de lo que allí ocurre, ha de cuidar en gran medida su marca, su identidad, donde se reflejen los puntos básicos de su personalidad. Logotipos, colores, trato personal… forman un entramado de mensajes que llegan de modo continuo al exterior y que deben ser controlados para que transmitan aspectos positivos de nosotros y nuestra organización.